Dejó de escuchar música el mismo día que echó el cierre por ultima vez a la sala de conciertos. Sencillamente, no podía; siempre había vinculado canciones a cada pasaje de su vida, a modo de banda sonora, ya fueran estos idílicos o desdichados, pero aquel oscuro corredor que estaba atravesando era de lo peor que podía recordar.
Quería pensar que el desastroso final de Tarbot fue a causa del nuevo influjo festivalero que tanto mal estaba haciendo a las salas pequeñas, aunque quizá también influyera el exceso de fiestas de humo y polvo blanco en la cocina sin uso de la sala, convertida cada noche en tugurio abierto hasta la alborada.
El caso es que Tarbot comía más que un remordimiento y los números se tornaron más rojos que el telón que abría y cerraba el escenario. No sabía que todo terminaría por llenarse de boquetes cuando le puso a aquella salita ese nombre, un pequeño homenaje a su madre que, al final de sus días, le contaba convencida que su padre andaba de amoríos con una china que conducía un Tarbot blanco.
Hasta renegó de Spotify, una aplicación que le entusiasmaba, que no podía imaginar su vida sin aquello o cómo había alcanzado a vivir sin eso antes, pues ofrecía un cómodo e infinito océano musical para el adictivo chapoteo de los melómanos más contumaces. Pero la música le estaba empezando a dar muy mal rollo; algunas canciones le revolvían el alma al traerle oscuros recuerdos y otras no las podía tolerar por la congoja que causaban al conectarse con algún momento pasado de dicha.
llorando con portishead
La última canción que escuchó fue durante una noche melancólica, y de alcohol de más, en la que se dejó llevar por la torrentera de YouTube y dio con una grabación de Portishead con la orquesta filarmónica de Nueva York, en la que Beth Gibbons, de la que estaba perdida y platónicamente enamorado, interpretaba Roads. Se pasó toda la noche llorando; no tenía forma de controlar ese sentir, y en aquellas, con las defensas más bajas que un pollo sin plumas, el pesaroso efecto de la tristeza se redoblaba con la música, que le trocaba en una fuente inagotable de lágrimas. Ni una más.
Y eso que no había nada que le gustase más que la música, desde siempre, algo que también le condujo hasta sus primeros ademanes estéticos, en los que el negro primaba sobre el resto de los colores, y morderse el interior de las mejillas, mientras se miraba los zapatos con el pelo tapándole los ojos, le parecía la actitud que más se aproximaba a su personalidad en levantamiento.
vuelo 605
Era en la soledad de su cuarto junto al tocata donde encontraba el contento y la armonía, cuando dejaba volar la fantasía y se imaginaba tocando algún instrumento o perteneciendo a alguna banda. Allí escuchaba a diario desde bien chico el programa radiofónico Vuelo 605, era su momento favorito de la tarde, pegado al transistor, anotando en un cuaderno los indicios musicales que el locutor, Ángel Álvarez, programaba con refinado gusto, ya fueran las últimas novedades del mercado anglosajón, especialmente de Estados Unidos, bandas y canciones ajenas a los grandes circuitos comerciales o apuntes de estilos alejados de las ondas locales o nacionales como el country o el jazz.
En aquellos tiempos en los que nadie aún había imaginado algo siquiera parecido a Internet, en el que años más tarde cualquier botarate podía ejercer de prescriptor musical en un mar de millones de recomendaciones, reclamos y anuncios, él se fiaba a pies juntillas de los consejos de los locutores que entonces hacían programas en Onda Dos, Radio Madrid o en la incipiente Radio 3, como Jesús Ordovás, Diego Manrique, Rafael Abitbol, Gonzalo Garrido o Mario Armero.
Cuando pudo apenas recomponerse del disgusto de la clausura de Tarbot, después de unos días en los que lo único que hizo fue acuñar la marca de su cuerpo en el sofá, decidió encender el ordenador y borrar todas las cuentas de la sala en las redes sociales, suprimir todo rastro de la funesta aventura; no solo comunicaba la agenda de conciertos o actividades del pequeño recinto, también usaba esas vías para recomendar esta o aquella canción, que era un tipo con algunos fieles seguidores y de buena reputación musical. Hasta ese momento, porque lo último que se le pasaba por la sesera entonces era recomendar una cantinela.
spotify wrapped, la locura de compartirlo todo
También navegó en busca de alguna referencia al cierre de Tarbot, por si la hubiera, que la sala era más pequeña que un moco, pero lo que encontró fue algo bien distinto; si lo que deseaba era despedirse y alejarse por un tiempo de la música y de todo cuanto la rodeaba le tocó el peor día para hacerlo, justo el día en el que todo el mundo compartía sus escuchas y sus gustos musicales con Spotify Wrapped, una función a través de la que Spotify muestra qué canciones y géneros se han escuchado más tiempo durante el último año, entre otros datos relevantes. Una tarjeta de presentación musical personal que todos gustan de compartir, aunque algunas estén untadas con boñiga de vaca.
Le agobió de nuevo esa suerte de locura por compartirlo todo, desde el concierto al que se asistía, la celulosa que se gastaba en sonarse la nariz, el disgusto por el nacimiento de un pelo de crecimiento acelerado o, en ese caso, las canciones que más se habían escuchado, como si alguien pudiera estar realmente orgulloso de haberse pasado cincuenta y cinco mil cuatrocientos treinta y dos minutos de su vida escuchando a Omar Montes.
Nunca tuvo interés en Bad Bunny, Lana del Rey, Drake, Taylor Swift o en casi nada que atiborrase los circuitos comerciales, pero allí estaban compartidas todas esas estrellas, todos los solistas, bandas y pinchadiscos del universo, muchos desconocidos para él, que el reggaetón urbano no era lo suyo, pero otros dolorosamente conocidos, sobre todo los que compartían contactos cercanos y respetados, y que conformaban en su cabeza, por si no tuviera ya de sobra tristeza, su propio Spotify Wrapped insoportablemente sentimental: Gil Scott-Heron, Eels, Bowie, The Smiths, Makaya McGraven, The Cure, Sad Lovers And Giants, Portishead, Cohen, Mulatu Astatke o Bertrand Belin. Dejó de ver las estampitas que tanto le estaban emocionando cuando advirtió que una amiga, con la que alguna vez tuvo algo que ver, compartió una lista encabezada por el God Only Knows de los Beach Boys. Ya era suficiente. No pudo mirar más.
nubes de secretas y excelentes canciones
Detuvo el viaje atragantado entre los recuerdos de la música que amaba y ante tamaña ausencia de pudor. Pensó que se podía discernir la personalidad de los usuarios a través de sus gustos musicales, que no es lo mismo escuchar a Celine Dion que a Yusef Lateef, como no es igual pasarse el día con One Direction que con Celia Cruz o Peso Pluma; él jamás entablaría amistad con alguien que escuchase a Osmani García.
No alcanzaba a comprender qué era aquello que se pretendía compartiendo con el mundo los hábitos musicales, y le recordaba a esos sujetos infames que andan con el bafle a todo trapo en los vagones del tren o del metro, como si pensaran que para los demás viajeros fuera aquello una delicia y tuvieran que dar las gracias por tan fantástico hilo musical.
Sí que entendía aquella estadística de hábitos de escucha para uso privado, personal, pues se podía averiguar qué se había escuchado en los momentos de desamor, o de pérdida, o en las ocasiones de alegría, o de reflexión. Pero ese afán por sacar la casa a la calle, como esos que suben a las redes el cuesco que se tiran a las siete y media de la mañana, le dejó más triste de lo que estaba.
De pronto echó de menos la intimidad de su cuarto adolescente, cuando el refinado comandante Ángel Álvarez le hacía elevarse en su Vuelo 605 sobre nubes de novedades secretas y excelentes canciones que él apuntaría en su cuaderno y que nadie, entonces, pensaría compartir.
Tomás García de la Plaza / Periodista y escritor / Autor de “El mapa de los naufragios” (Ed. Balduque)