Ha pasado casi un año desde que la COVID llegó a nuestras vidas. Hemos experimentado la extrañeza, el miedo y la angustia, la rabia, el amor, la solidaridad y los duelos. Ahora, iniciando el otoño –y sin la luz estival–, aparece con fuerza la tristeza.
Sus signos son claros: mutismo entre amigos, sin el bullicio de los grupos de whatsapp ni los encuentros cara a cara; agotamiento y desafección por actividades creativas o profesionales; problemas de sueño; inquietud en el cuerpo; y un sentimiento íntimo de pérdida del sentido de muchas de las cosas que hacemos, al no tener ya un objetivo ni perspectivas claras.
Lo expresaba L. –un paciente que pasa mucho tiempo con las pantallas– con estas palabras: “Es como ir en tren y ver cómo pasa tu vida, pero tú estás fuera”. Esta frase refleja bien el sentimiento de exilio que cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez en todo este tiempo. Exilio de su propia vida.
Cada cual tiene sus razones particulares, pero algunas las compartimos todos. Entre ellas la decepción de lo que no llega tras las expectativas de la desescalada. O las pérdidas que se acumulan (vidas, trabajos, vínculos, recursos). A lo que se suma una creciente crisis social con cada vez más vidas desahuciadas, la desconfianza en los dirigentes, el rechazo a medidas confusas y contradictorias, y el agotamiento de tanta incertidumbre y cambios que nos detienen en un interminable stand by.
Coordenadas espacio y tiempo
Las personas nos orientamos por dos ejes básicos, las coordenadas de la modernidad. Me refiero al espacio, que incluye el vínculo a los otros, y al tiempo. Basta ver las técnicas de tortura psicológica para comprender su importancia. Cuando a un detenido se le aísla y se le quitan todos los referentes temporales (mediante habitáculos sellados o drogas), el impacto psicológico inmediato es un estado confuso, con signos de depresión y parálisis, tras una incipiente rabia. Algo de eso, en menor medida claro, nos está pasando a nosotros.
Hay algo irreal en el paisaje de máscaras en el que vivimos que hace que a veces no reconozcamos al conocido que pasa al lado, que no podamos entender la página del libro que acabamos de leer (aunque se trate de un texto fácil). O que nos sorprendan los besos y abrazos de una película, como si eso fuese ya otro tiempo.
La distancia con los otros nos aleja también de nosotros mismos. Nos cuesta además imaginar el futuro pos-COVID-19, y recurrimos más fácilmente a alimentar la nostalgia. Algunos jóvenes –no todos– y unos cuantos adultos, como hemos visto, niegan de entrada ese presente y exigen que todo sea como si nada hubiera sucedido. Es otra defensa ante las pérdidas.
La tristeza no es depresión
Esto que nos está pasando es la tristeza COVID. Y no hay que confundirla con una depresión o cualquier otro trastorno mental, como algunos rápidamente auguran cada vez que hay una crisis. “Hay personas deprimidas pero yo vengo para saber algo más del por qué” me explica M. en la consulta.
La tristeza es un problema cuando nos ahorra las preguntas y los porqués, alejándonos del saber. Por eso, el psicoanalista Jacques Lacan le oponía, como antídoto, el gay savoir (el “saber alegre”), resultado del atrevimiento de cada uno en manifestar eso que le pone triste. Y decirlo de tal manera que, sin aspirar a comprender por completo sus causas, le abra nuevos interrogantes sobre su deseo alegre de vivir.
La clave está en pasar de la impotencia –el sentimiento que nos abruma por aquello que no podemos hacer– a la imposibilidad –el reconocimiento de que hay cosas imposibles–, sin solución programada. Un padre o una madre no pueden explicar los misterios de la sexualidad a sus hijos, no porque sean incapaces o ignorantes, sino porque la sexualidad no se enseña, se experimenta subjetivamente.
Igual ocurre en la terapia psicológica, donde no todo es ‘curable’ porque, más allá de las capacidades y potencias del clínico, lo que cuenta es el consentimiento del paciente. Él decide el límite de lo posible. Darse contra el muro de la impotencia conduce a la pesadumbre. Aceptar los límites permite, en cambio, hacer lo posible en cada caso.
Hace falta tiempo y esfuerzo para sacudirse la tristeza, y no nos sirve la letanía de la autoayuda. Se trata más bien de no quedarse en la parálisis del acto ni en el ensimismamiento de lo virtual, rechazar la nostalgia –siempre engañosa– y favorecer los encuentros presenciales. Todo ello sin renunciar a los placeres cotidianos ni a los proyectos previstos (aunque ajustemos los objetivos iniciales), aplicando las medidas preventivas necesarias para evitar los contagios de la COVID.
La tristeza nos empuja a separarnos de la vida, como ese tren sobre el que fantaseaba L. Y, aunque al gran Antonio Carlos Jobim, uno de los padres de la bossa nova, le parecía que, a diferencia de a felicidade, la tristeza no tenía fin, lo cierto es que él encontró la buena y poética manera de traducirla. De eso se trata, de hacer algo con ella en el tiempo que nos queda hasta el fin de la pesadilla COVID.
José Ramón Ubieto Pardo, Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC – Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.