Ha pasado un año desde que todo empezó en Wuhan. Sabemos más que nunca sobre los virus y contamos con más medios que nadie antes para frenar la pandemia. Y, sin embargo, no lo hemos conseguido. ¿Cómo se luchaba contra la peste cuando todo lo que teníamos a nuestro alcance era vinagre?
Tras unas semanas iniciales de caos y escasez, las reservas de gel hidroalcohólico, mascarillas, guantes y todo tipo de desinfectantes siempre han estado repletas. El personal sanitario sigue trabajando a destajo y la ciencia se ha olvidado de dormir. Antes de que terminase el primer año de la pandemia, ya teníamos en nuestras manos las vacunas que prometen un 2021 algo más optimista.
Para llegar hasta aquí, el camino ha sido largo. No es el esfuerzo de 12 meses, ni la investigación de los virus tipo SARS de las dos últimas décadas. Ni siquiera se trata del tiempo trascurrido desde que Wendell Stanley ‘observó’ el primer virus en una planta de tabaco en 1935 o de los dos siglos pasados desde la primera vacuna de Jenner. El camino de la batalla constante entre seres humanos y enfermedades se pierde en los orígenes de la especie.
Los humores y el mal olor: las teorías de la enfermedad
El 31 de diciembre de 2019, llegaban desde la ciudad china de Wuhan los primeros informes oficiales sobre una neumonía de origen desconocido. El 12 de enero, el mundo entero conocía ya la secuencia genética del SARS-CoV-2. Un día más tarde se detectaba el primer caso oficial fuera de China y la COVID-19 empezaba su carrera exponencial hasta convertirse en pandemia. Desde entonces, la generación de conocimiento ha acelerado el paso para intentar ganarle al virus.
Desde que existen registros, el ser humano ha intentado entender las enfermedades. El ‘Papiro de Ebers’, datado hace más de 3500 años en el Antiguo Egipto, es uno de los primeros tratados conocidos de medicina. En él se describen ya síntomas y posibles terapias, aunque los egipcios pensaban que las personas no enfermaban si cumplían las normas divinas. Persas y mesopotámicos trataron también de entender la enfermedad, pero la primera gran revolución llegó en Grecia, como señala el paper ‘Medicina y teorías de la enfermedad en el Viejo Mundo’.
Allí cambió la forma de observar la naturaleza humana y la enfermedad. Las teorías de los sabios de entonces, con Hipócrates a la cabeza, dominaron la medicina durante siglos, aunque hoy nos suenen extrañas. Para ellos, el cuerpo humano estaba compuesto por cuatro sustancias básicas, bilis negra, bilis amarilla, flema y sangre. Cuando estos humores se desequilibraban, surgía la enfermedad. El tratamiento pasaba por devolverles el equilibrio.
La teoría de los cuatro humores dominaría la medicina hasta el siglo XIX, pero eso no quiere decir que las cosas fuesen inmutables. Los médicos árabes, que bebían directamente de las teorías de la Antigua Grecia, desarrollaron multitud de medicamentos y avanzaron en la comprensión del contagio, apostando de forma decidida por el aislamiento de los enfermos. Es decir, el confinamiento y la cuarentena.
Con este recorrido llegamos a los siglos de la peste que dejaría decenas de millones de muertos en Europa y Asia. En la Edad Media ganaría peso otra teoría más: la del miasma. Según esta, la enfermedad procedía de los ambientes insalubres, de los malos olores y los efluvios de la materia orgánica en descomposición o miasmas. El hedor era enfermedad. Y así llegamos al encuentro del vinagre.
El vinagre de los cuatro ladrones
Cuenta la leyenda que en la Francia del siglo XIV cuatro ladrones fueron apresados por robar a los muertos y los enfermos en cuarentena por la peste negra. El tribunal les prometió el perdón si hacían público su secreto. ¿Cómo habían sobrevivido sin contagiarse? Así, se desveló la fórmula de un remedio que ha llegado hasta nuestros días como el vinagre de los cuatro ladrones.
La receta consistía en multitud de hierbas aromáticas y medicinales que se dejaban macerar en un litro y medio de vinagre blanco. El mejunje se extendía después en manos, orejas y sienes y se decía que la enfermedad ya no se acercaba a uno. Eso cuenta, claro, la leyenda. Sin embargo, el vinagre es un protagonista habitual de las historias que nos han llegado de los duros siglos de la peste.
“La gente tomaba las máximas precauciones […] El carnicero no tocaba el dinero, sino que lo hacía poner en un pote lleno de vinagre que tenía dispuesto para ese propósito. Los compradores llevaban frascos de esencias y perfumes en las manos […] Los pobres ni siquiera podían hacer nada semejante, por lo que tenían que exponerse a todos los peligros”.
En ‘Diario del año de la peste’, Daniel Defoe relata la lucha de Londres contra la gran peste de 1665. Fue la última epidemia de peste negra en la capital británica y acabó con la vida de un cuarto de su población en 18 meses. Durante aquel año y medio, el vinagre era el desinfectante más codiciado. Limpiaba y acababa con los malos olores, así que era el mejor remedio contra la enfermedad. Defoe cuenta cómo los que podían empapaban en él sus ropas, e incluso su pelo, para protegerse ante la imparable peste.
En aquel 1665, la gran plaga de Londres era en realidad pandemia y afectaba a buena parte de Europa. Desde la populosa ciudad, la peste se extendió al resto de Inglaterra. La historia, que recoge David Paul en ‘Eyam: plague village’, cuenta que la enfermedad llegó al pequeño pueblo de Eyam en un fardo de ropa traído por un sastre londinense. Tras unos días de incertidumbre y la constatación de los primeros contagios, la localidad tomó una decisión drástica que nos sonará familiar.
El pueblo se cerró a cal y canto y la población se autoconfinó. Ya no se trataba de evitar los contagios en Eyam, sino de impedir que la epidemia siguiese expandiéndose por el país. Estuvieron así 16 meses y menos de una cuarta parte de la población sobrevivió a la plaga. Hoy, a las afueras de la localidad, una gran piedra con seis agujeros en su superficie recuerda el episodio.
El pueblo no dejó de comerciar durante aquellos 16 meses, pero sí que eliminó el contacto con cualquier vendedor externo. Lo que hicieron fue colocar una serie de mojones marcando el perímetro de seguridad del pueblo y al lado de los cuales los distribuidores dejaban su mercancía. Allí, en aquellos seis agujeros grabados en su superficie, los locales depositaban su dinero; agujeros que estaban llenos de vinagre.
Un desinfectante limitado
El poder limpiador de los ácidos orgánicos como el vinagre es conocido desde la antigüedad. Sin embargo, limpieza no siempre significa desinfección. Fue en 1676 cuando por primera vez se pudo observar que el vinagre parecía tener cierto efecto sobre las bacterias. El holandés Van Leeuwenhoek, padre de la microbiología y de los primeros microscopios, señaló que aquellos “objetos diminutos que parecían moverse como anguilas” se detenían si se añadía vinagre a su medio.
Poco a poco, y con el desarrollo de la industria química a partir del siglo XVIII, fueron entrando en escena otros desinfectantes más efectivos. La fumigación con gases y el uso del cloro, como cuenta Arístides A. Moll en ‘Los orígenes de la desinfección’, ganaron relevancia y el vinagre fue perdiendo el prestigio de antaño. Además, a medida que se desarrolló el conocimiento de las bacterias y, ya en el siglo XX, de los virus, el poder desinfectante del vinagre fue quedando más y más en entredicho.
Hoy sabemos que puede matar o frenar el desarrollo de algunas bacterias, como la E. coli, si se deja actuar durante suficiente tiempo. Un artículo de 2010 señala también que puede desinfectar superficies contaminadas con el virus de la gripe A (H1N1), si bien otros desinfectantes como la lejía o el alcohol son más efectivos. Pero, por lo general, no es recomendable confiar en su poder para matar virus y bacterias.
Durante los primeros meses de la pandemia en la que estamos atrapados, el vinagre volvió a hacer acto de presencia. Había quien aseguraba que las gárgaras o los lavados nasales con agua con sal y vinagre podían matar el virus. Las autoridades sanitarias salieron al paso para desmentir su efectividad.
Hoy hablamos de vacunas de ARN mensajero y estudiamos las predicciones matemáticas de la evolución de la epidemia mientras ponemos en práctica medidas antiguas y efectivas como la cuarentena o la higiene. Y lo hacemos, en gran medida, gracias a todo ese conocimiento que hemos heredado de los siglos en los que el vinagre era lo único que teníamos frente a las pandemias.
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